viernes, 16 de octubre de 2015

Adelanto: Prólogo de "El elixir de la vida"

La expedición había sido muy tranquila hasta ese momento, en el que me encontraba colgada de la cornisa más alta de la fachada del Monasterio de Petra. Eché un vistazo fugaz hacia el suelo, donde el aparato de infrarrojos que estaba usando yacía destrozado.
—¡Estás tardando una eternidad! —chillé. Escuché como los improperios subían progresivamente de volumen. Dani apareció en mi campo de visión, empapado en sudor.
—¿Pero qué te ha pasado? ¿Te has tropezado?
—Algo así —mascullé.
—¿Cómo que algo así? —insistió, avanzando con cuidado hacia mí.
—Se me resbaló el trasto ese —gruñí.
—¿No me digas que te has tirado a por él? ¡Joder, Casandra! ¡Tu padre puede comprar mil de esos, pero no reponer a su hija!
—Fue un acto reflejo —me defendí—. Pretendía cogerlo antes de que cayera, no ir detrás.
Tenía los brazos destrozados. No sabía cuánto más podría aguantar. Me había atado una cuerda a modo de arnés, pero los nudos no eran el mejor de mis talentos.
—A quién se le ocurre —continuó protestando, todavía evaluando cómo ayudarme sin caerse él.
—¡Que suba otro! —grité hacia abajo, desde donde el resto del equipo nos miraba con preocupación.
Me cogió por el antebrazo con una mano mientras se agarraba a la piedra tallada con la otra.
—Cuando te avise, te sueltas de la cornisa y me agarras el brazo. ¡Ya!
Dio un fuerte tirón y me alzó lo suficiente como para que yo también pudiera colaborar. Unos segundos más tarde estábamos a salvo en roca firme, jadeando por el esfuerzo. Se escucharon aplausos procedentes del equipo.
—Si vas a hacer cosas como estas, rechazo la oferta de tu padre —amenazó.
—Ya, porque vas a renunciar al sueldazo que te ofrece —repliqué.
Tras el éxito en sus dos misiones anteriores y lo útil que había sido, al margen de su formación como químico, papá le había ofrecido un puesto en el trabajo de campo a cambio de una considerable remuneración. Eso significaba ser un miembro fijo en las expediciones en las que se lo requiriese.
Me puse en pie, dándole una palmadita en el hombro.
—Gracias por salvarme —dije.
—¿Eso es todo?
—No tengo confeti aquí ahora mismo…
Bajamos los peligrosos escalones tallados en la roca sin dejar de discutir. El resto del equipo nos llamaba “Pepa y Avelino”, en referencia a un matrimonio mayor mal avenido de una serie de televisión.
Nos despedimos de los demás, haciéndoles prometer que no le dirían nada a mi padre, aunque solo dos de los presentes eran miembros de ARPA. Simplemente hacíamos una pequeña colaboración con los arqueólogos jordanos aportando equipo. Me había empeñado en ir porque me hacía ilusión ver Petra. Papá no quería que fuera sola, y como Héctor estaba en Centroamérica y Alex seguía temporalmente incapacitado, le había tocado a Dani. Como mi padre había aprovechado la excusa para anunciarle su ascenso, le dio apuro protestar.
Sin embargo, dentro de poco viajaría por primera vez siendo yo la hermana mayor a cargo. Sofía cumplía los dieciocho en pocas semanas y quería que la acompañara en su viaje. Papá no podía oponerse porque sería una demostración de machismo impropia de él, pero sabía que estaba intranquilo. Probablemente estuviera preparando algo muy relajado esta vez, lo que tampoco estaba mal, para variar.
—¿Tienes ganas de conocer a Sofía? —pregunté a Dani mientras deshacíamos el camino a través de las ruinas de la ciudad nabatea. Éste se encogió de hombros.
—Pues me da igual. Parece sosilla, ¿no? —Lo miré frunciendo el ceño.
—Para nada. Es tranquila, pero muy inteligente y con un ingenio afilado.
—Mientras no tenga tu mala leche —murmuró. Le dediqué una sonrisa peligrosa.
—Pues a mí si querías conocerme.
—Parecías más simpática en foto —replicó, encasquetándome un sombrero de tela blanco como los que usan los pescadores, pero con un camello bordado—. Toma, para que no se te recalienten las ideas.
Se puso uno similar y unas gafas de sol.
—¿Y esto? —inquirí.
—De los puestos de la entrada. Aquí pega un sol de cojones —contestó, antes de retomar la conversación anterior—. ¿Sabes a dónde iréis?
—Todavía no. ¿Seguro que no quieres venir? —bromeé.
—Gracias a Dios, vuestros viajes rituales están vetados.
—Salvo emergencias —recordé.
—Procura no tener ninguna. Y si la tenéis, llama a otro. Susana me va a matar como me vaya dos veces tan seguidas —dijo.
—¿Qué tal os va? —Dani llevaba tiempo rondando a una de las chicas del laboratorio y al final había conseguido una cita. Llevaban casi medio año, así que no la había espantado aun.
—Normal. —Se encogió de hombros.
—Que apático estas hoy —protesté.
—¿Qué quieres? Estamos a cuarenta grados y tú haciéndome preguntas de chicas.
Chasqueé la lengua en señal de fastidio y pasamos a hablar de la última película que había visto.
Llegamos a la entrada del desfiladero y contemplé por última vez la magnífica fachada del tesoro, tan popular desde Indiana Jones y la última cruzada. Cuántas veces la había visto de pequeña y soñado con vivir esas aventuras. Por supuesto, ni por un momento pensé que se haría realidad, o al menos de la misma forma. Y, sin embargo, esa era mi vida ahora; recuperando artefactos legendarios con alguna clase de poder incomprensible. Y podía decir orgullosa que los dos primeros habían sido de los grandes: el tridente de Shiva y Excalibur. Quién sabía qué sería lo próximo.
Anduvimos con calma los casi dos kilómetros del desfiladero hasta llegar al aparcamiento que había al otro lado, disfrutando de los preciosos colores de la arenisca por el camino. Es una de las ventajas y a la vez inconvenientes de los sitios turísticos: más comodidades, pero el encanto se esfuma en cuestión de pocos metros.

Dani condujo al hotel y se despidió hasta la hora de la cena. Parecía sentir la necesidad de amortizar cada piscina que encontraba. Por mi parte, saqué una silla hasta la entrada de la habitación y contemplé la bellísima puesta de sol sobre el macizo de Petra. El lugar era como un pequeño pueblo, con casitas de dos plantas diseminadas en varias calles. Nunca había visto un hotel así, pero estaba fascinada con él. No me importaría vivir en una de esas casas con semejantes vistas para siempre.

Nos volvimos a reunir todos para la cena. Los otros dos miembros de ARPA, un chico especializado en fotogrametría digital llamado Bruno y una arqueóloga veterana de nombre Milagros, se quedaban al menos otra semana más. Yo debía volver a las clases y Dani a su trabajo normal en el laboratorio. Cuando estábamos ya tomando el postre, tuve la sensación de que alguien me observaba. Alcé la cabeza y miré alrededor hasta topar con los ojos fríos de un hombre que se sentaba solo en una mesa pequeña.
—Ese tío nos está mirando —comenté, medio en un susurro. Dani se levantó para servirse más gelatina y aprovechó para pasear la vista por la zona del desconocido.
—Te mira a ti. Creo que has ligado —bromeó antes de dirigirse a la mesa con la comida. Volvió con un plato rebosante de una sustancia temblorosa de color rojo—. ¿Creéis que la gelatina de fresa reduce mi hombría?
—Sin ninguna duda, tío —replicó Bruno.
—Su expresión no es nada amigable —insistí—. Esto no me gusta.
Mis compañeros parecieron tomarme en serio esta vez.
—No estamos en misión especial. Si vienen a espiar, no tienen nada que rascar aquí. —Me tranquilizó Dani.
—Últimamente hay más tensión con los americanos y tú eres un objetivo principal, Casandra —intervino Milagros—. Probablemente solo te estén vigilando.
Le di vueltas a sus palabras y empecé a preocuparme por el viaje de Sofía. Supuestamente teníamos que hacerlo sin apoyo de ARPA, pero tenía la sensación de que acabaríamos necesitándolo.
Dejamos los platos vacíos en la mesa y nos encaminamos a las habitaciones, pero para ello teníamos que pasar junto al hombre hostil. Nuestras miradas volvieron a cruzarse cuando pasé cerca y me sorprendió comprobar que era mucho más joven de lo que parecía. Debía tener más o menos la edad de Sam. Sentí una punzada de dolor al volver a pensar en él tras tanto tiempo. No había sabido nada de mi presunto novio desde hacía mucho. Esta vez, el chico esgrimió una sonrisa torcida aún más malévola que sus ojos e hizo un gesto de saludo con la cabeza. Desvié la vista y continué andando, obligándome a no mirarle. Su chaqueta llevaba un parche que ya había visto antes y que despejó todas mis dudas: volveríamos a encontrarnos.
—Es del “Proyecto Génesis” —dije, una vez fuera del comedor. Era la organización americana equivalente a la nuestra, pero con diferente fin. Nosotros éramos independientes del gobierno y actuábamos para el desarrollo de la ciencia, mientras que ellos eran parte del programa militar del suyo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bruno.
—Llevaba un parche en la cazadora —respondí.
—Joder, es que cada vez se lo curran menos —bufó Dani.
—Creo que Milagros tiene razón y que simplemente están vigilando y aumentando la presión sobre nosotros. Se lo diré a mi padre mañana —continué, intentando sonar despreocupada.
En realidad pensaba llamarle en cuanto llegara a la habitación y pedirle que aumentara la seguridad para nuestros compañeros. Si no, no me iría tranquila. Sin embargo, en cuanto encendí el móvil vi varias llamadas perdidas de Helena, mi mejor amiga. Sabía que me iba solo unos pocos días, así que tanta insistencia no era normal. Toqué sobre “devolver llamada” y me llevé el teléfono a la oreja. Una voz aparentemente tranquila contestó al otro lado.
—Hola Helena. Siento llamar tan tarde. ¿Ha pasado algo? —Me quedé helada, sin poder creer lo que me contaba—. ¡¿Qué te han puesto una bomba?!